En medio de una invasión militar, inquietos por los efectivos nocivos de una crisis económica y azorados por el debate sobre la unidad europea que inoculan los vientos de ultraderecha, las elecciones presidenciales en Francia se han colado con entidad propia en el debate español. Incluso, no es descartable que el entorno de inseguridad socio-económica y de conciencia ideológica que nos rodea haya añadido una dosis suplementaria al propio interés que siempre suscita una llamada a las urnas, y máxime en un país vecino con quienes mantenemos una amplía vía de ida y vuelta de los respectivos tejidos productivos.
Una vez sustanciado afortunadamente el resultado final de las dos vueltas, sería aconsejable un prudente ejercicio de reflexión que nos alejara de la infinidad de lugares comunes que se han ido leyendo y escuchando durante el último mes, al hilo de la campaña electoral francesa.
Ocurre que durante demasiadas horas solo ha habido una preocupación por conocer hasta dónde llegaría el progresivo avance que viene consiguiendo la ultraderecha en cualesquiera de sus dos formaciones, y en especial la de Marine Le Pen como rival en el mano a mano con el presidente Macron, aunque sin entrar en las causas que abonan su expansión. Una inquietud basada fundamentalmente en anteponer las consecuencias que devendrían con un hipotético éxito de esta candidata en detrimento de un análisis de su razón de existir y de expandirse. Y ahí radica, con cierta dosis de exactitud, uno de los errores que impiden analizar con la frialdad objetiva necesaria el germen del imparable crecimiento de esta ideología hasta el punto de propiciar una catarata de estereotipos.
Situados en el espejo que para España significa el desenlace electoral francés – y sin entrar en el siguiente examen de junio- hay que compartir el alivio del resto de la UE, pero sin olvidarnos de que sigue anidada la duda sobre el futuro que acecha. Habría que decirlo cuanto antes: la ultraderecha no solo crece por la cuestión xenófoba, racista y de género, que también. Son muchos los reiterados análisis que rodean como una peonza la importancia determinante de estos factores. Si bien es cierto que estos análisis son relevantes, sin embargo, es un error que no se contemple la decisiva influencia de la cuestión económica y de clase que tanto ha posibilitado el afianzamiento, por ejemplo, de la opción Le Pen. El sufrimiento por una crisis que parece no cesar en los dos últimos años y la distancia creciente entre las clases sociales con un perjuicio lacerante para las personas desfavorecidas emergen como alimento necesario para el crecimiento de esa ultraderecha que hace suyo arteramente el malestar callejero y social.
Ahí está buena parte de la razón de ser de una implantación electoral que sigue sin tocar techo en ningún país europeo, tampoco en España como se acaba de demostrar en la última oportunidad que supone Castilla y León, o quizá en la siguiente que será Andalucía. Por el contrario, todos los esfuerzos que se siguen haciendo desde la izquierda y desde la sensatez para advertir del riesgo ultraderechista siguen sin salir del discurso de la violencia de género y del racismo, como en España, o del fortalecimiento de la nación y no de la unidad europea. Claro que deben ser recordados, pero el ciudadano que se va incorporando a las tesis de Abascal, Le Pen o Salvini no deja de enviar un mensaje de denuncia por la ausencia de soluciones a su doliente presente e incierto futuro. Dicho de otra manera, a una ingente cantidad de votantes ya no les intimida la relación entre ultraderecha y xenofobia y racismo sino que anteponen su desafío al sistema porque le consideran responsable de su penosa situación. A partir de ahí, la ultraderecha canaliza ese malestar sin disimulo alguno.
Lamentablemente, la capacidad de respuesta sigue siendo limitada por los gobiernos europeos, sobre todo ahora que se encuentran bajo la amenaza de una inhumana agresión belicista. Con todo, no sería conveniente seguir refugiándose en los tópicos manidos aunque reales y existentes ya que a estas alturas no hacen desistir del voto ultraderechista. Nada como acercarse a entender, comprender y responder ante una contestación social que ciertamente abona discursos viscerales, pero que camina cargada de una amenazante dosis de involución y que, por su gravedad, hay que hacer frente con la capacidad de maniobra institucional y de un Estado de Derecho.
Juan Mari Gastaca, socio y director de RRII y Asuntos Públicos en BeConfluence