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COVID-19 y la gestión de las expectativas en comunicación

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Cuando por fin haya pasado la actual pandemia de coronavirus que nos tiene sumidos en una de las crisis más graves que ha vivido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial, será el momento de evaluar de manera exhaustiva la actuación de los diferentes organismos y administraciones, y, en concreto, cómo se ha trasladado la información sobre esta extraordinaria situación a la población desde el inicio. Se debería empezar, en primer lugar, por el papel de China y de la Organización Mundial de la Salud, y extraer enseñanzas que nos sirvan para gestionar mejor futuras situaciones como esta.

Sin embargo, una de las primeras conclusiones que podemos analizar ya, y que deberíamos tener en cuenta desde este mismo momento, es la forma en que las diferentes administraciones y los propios ciudadanos estamos gestionando las expectativas sobre el final de esta pandemia, probablemente con un exceso de optimismo, con el fin de hacerla más soportable. Una manera de actuar que, sin embargo, puede estar teniendo justo el efecto contrario.

Primero, fue el imaginar que, en un mundo globalizado como el nuestro, una enfermedad contagiosa que había dado sus primeros pasos en un remoto lugar de China nunca podría llegar a nuestro país.

Después, cuando la evidencia del elevado número de casos que se iban produciendo en diferentes naciones de nuestro entorno y en nuestro propio país nos hizo ser conscientes del verdadero riesgo que corríamos, nos resignamos al estado de alarma y al confinamiento domiciliario con la esperanza de que sería por un tiempo breve.

Tras el final del duro confinamiento de los meses de marzo y abril, vino el alivio de creer que era posible recuperar en cierta forma nuestro modo de vida anterior, lo que nos llevó a hablar de una “nueva normalidad”, como si realmente fuera posible algo así, mientras el virus seguía activo por las calles.

Más adelante, pensamos que la llegada del verano y del buen tiempo podría suponer un respiro y tratamos de disfrutar de las vacaciones, manteniendo eso sí las normas de seguridad que cada territorio consideró más adecuadas. Sin embargo, tras el verano vino un nuevo repunte y el decreto de un nuevo estado de alarma nacional para tratar de rebajar otra vez el número de casos, y luego, de nuevo, otra ventana de optimismo, pensando que si hacíamos un esfuerzo entre todos podríamos celebrar las navidades con familia y allegados.

Al fin y al cabo, la vacuna estaba al alcance de la mano y nos parecía que la luz al final del túnel estaba cada vez más cerca. ¿O no? Porque de nuevo estamos viendo, que nuestras mejores expectativas se ven trastocadas por incumplimientos de algunas farmacéuticas en la entrega de las dosis contratadas y retrasos en el proceso de vacunación.

Lo que sabemos de la gestión de la comunicación en situaciones de crisis es que es mejor prepararse siempre para el peor escenario posible e ir actuando en consecuencia con la evolución real de las circunstancias.

Generar una falsas expectativas respecto a la duración de la crisis y adoptar medidas diferentes en cada territorio, que no cuentan con un soporte científico evidente para los ciudadanos y que pueden ser percibidas de manera contradictoria, acaba generando ese cansancio que la Organización Mundial de la Salud ha bautizado como «fatiga pandémica», pero sobre todo el hartazgo que ya se empieza a manifestar en diferentes países con protestas violentas en contra de las restricciones a la movilidad impuestas por el coronavirus.

Mejor nos iría si la comunicación ante la tremenda situación de crisis que estamos atravesando y nuestra propia atención como ciudadanos se centrase menos en las cifras de contagios y fallecimientos con las que nos vemos abrumados cada día y nos dedicásemos a prepararnos con todas nuestras fuerzas a organizar una recuperación que todavía será larga y difícil, aunque contemos ya con vacunas.

Por Pedro Martínez, socio de BeConfluence.

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