Pocos gastos disponen de una mayor repercusión social que la factura eléctrica. Cualquier oscilación en el precio de la luz, fatídicamente siempre en relación con su encarecimiento, se asegura un ramillete de titulares y un espacio fijo en tertulias y redes sociales. Por ello, se comprende con pasmosa obviedad la onda expansiva que ha generado el nuevo marco tarifario establecido por el Gobierno de Pedro Sánchez sobre los usos eléctricos en la vida cotidiana de millones de hogares.
Una pretensión, la del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, basada en habilitar aquellos horarios que favorezcan medidas de ahorro y que, sin embargo, ha acabado desvirtuada y, peor aún, dañada en su concepto original. Es evidente que toda la campaña, trazada sobre tres estadios diferenciados con su color específico de uso/tarifa, ha acabado reducida a una polémica de café sobre la tarea doméstica de la plancha, que resulta irrisoria y poco edificante.
No es descartable que a esta funesta derivada haya contribuido una más que mejorable campaña de información, por parte del departamento que dirige Teresa Ribera, muy lejos en su inicio del carácter pedagógico necesario. Resulta paradójico asistir al antagonismo que se produce al escuchar, de un lado, la claridad y contundencia de los argumentos de esta vicepresidenta cuarta del Gobierno sobre las intenciones reales de la medida adoptada y, de otro, comprobar su desfavorable acogida en los medios de comunicación, especialmente, y en muchas declaraciones públicas.
Lógicamente, algo se ha hecho mal. De entrada, es posible que asistamos a una precipitación porque ya se están interpretando las consecuencias de esta nueva tarifa eléctrica sin que haya llegado a los domicilios la primera factura que recoja estas novedades en los usos energéticos. A su vez, habría que convenir en el error del Gobierno de caer en la trampa mediática que ha supuesto reducir toda una medida estratégica y de calado al uso de determinados electrodomésticos y, en especial, a quién plancha.
Venimos conociendo una cascada de iniciativas de largo alcance en el ámbito de la transición ecológica, donde la energía eléctrica es uno de los pivotes, y que responden a una política bien definida y ambiciosa, aunque en ocasiones criticada por la vivacidad de su ritmo. Por todo ello, cualquier movimiento que se produce lleva garantizada una repercusión innegable y de ahí que sea inherente su justificación. Y en el caso del precio de la luz, su exposición al debate público es exponencial. Bien sabe el Gobierno que tiene entre sus manos una de las determinaciones más sensibles para el usuario, cansado en una importante mayoría de no entender durante décadas los conceptos que alimentan la factura eléctrica que abona.
Una cuestión de semejante sensibilidad como es el coste de la luz en cada casa no debería despacharse en medio de polémicas de corto alcance. También es cierto que se han perdido muchas oportunidades para haber reconducido el debate. Quizá la constatación del alcance de las nuevas tarifas en el próximo recibo permita reorientar una cuestión que siempre compromete al Gobierno y, por supuesto, a las empresas eléctricas. Si todavía fuera posible crear un clima de serenidad para el análisis objetivo, nadie debería perder la oportunidad de hacerlo.
Juan Mari Gastaca, socio y director de RRII y Asuntos Públicos en BeConfluence.